El 1 de mayo de 1982, Dios me bendijo con el nacimiento de una hermosa hija que llamé Jéssica Margarita Ávila, y, de inmediato, la bauticé como "La Bella flor de mayo de papá", basada en el hecho de haber nacido yo en el mes de abril, considerado el mes de las lluvias, que resulta en las bellas flores de la primavera, y haberle dicho a su madre que “esta lluvia de abril produjo una bella flor en mayo”.
Desde ese memorable primero de mayo, mi hija cambió mi vida y se convirtió en maestra sobre el género femenino y sus formas intrincadas y únicas que nunca antes había aprendido de otras mujeres, hasta ese momento, aunque había sido bendecido con una hermosa madre, mis abuelas, cinco hermanas y muchas tías. La diferencia con mi hija y todas estas mujeres, es que ella era totalmente inocente y dependiente de mí como padre para amarla incondicionalmente, protegerla, enseñarle, guiarla sin ningún compromiso romántico y, por lo tanto, fui tolerante con ella en cada acción sin juzgarla, como había hecho con las mujeres anteriormente.
Al presenciar el crecimiento y el desarrollo de mi hija, pude observar y aprender la singularidad y las personalidades complicadas y emocionales de las mujeres.
Durante ocho años compartí con mi amada Jéssica Margarita, hasta que me divorcié de su madre en 1990, pero las lecciones aprendidas perduraron y surgieron otras nuevas, a medida quen ambos nos ajustábamos a las pruebas y tribulaciones de nuestra relación de padre e hija.
En este cruce de mi relación con mi hija, me di cuenta de lo mucho que había aprendido de ella a lo largo de su joven vida, mientras lidiaba con el divorcio d su madre y mi reajuste como futuro hombre soltero, padre y futuro romántico, y relaciones con diferentes mujeres a través de ese período, y comenzó el proceso de ver a las mujeres de una manera totalmente diferente nunca antes experimentada y muy reconfortante, como hombre.
El primer cambio que noté fue que no veía a las mujeres como símbolos románticos y sexuales, sino como un ser humano igual, no como una persona egoísta, sino como un ser humano amoroso y humanitario; no como un objeto en mi vida sino un tema de la vida y la humanidad, no como mujeres, sino como una imagen de Dios y, por lo tanto, igual a la mía como hombre para ser amada, respetada, protegida, idolatrada y libre, al igual que la hija con la cual fui bendecido de ser su papá.
Mi hija y mi divorcio me iluminaron en prometerle a Dios que, si estaba en su plan que me volviera a casar en el futuro, "ser un hombre totalmente diferente, y amar, cuidar, respetar, proteger y mostrar incondicionalmente a tal esposa lo mejor de mis capacidades humanas y espirituales, y hacerlo de una manera constante y permanente".
También le prometí seguirme enamorando constantemente de ella y la hacerla mi esposa, amiga, amante, alma gemela, compañera y miembro de Mi Trinidad (Dios, Esposa y Tomás) y no permitir que nada me distraiga de la bendición que mi esposa es para mí y para mi vida, y me convirtió en el hombre y el esposo que soy hoy, un hombre que respeta, admira y exalta a la mujer.
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