El mundo había confiado demasiado en sí mismo, en sus capacidades para enfrentar cualquier tragedia, en los avances de la ciencia y la tecnología, en el poder del dinero, en su pericia para manejar todo lo que pudiera caerle encima, viniera de donde viniera, antes, durante o después de que ocurriera.
A escala particular, los humanos habíamos subestimado el peligro que representaban las pandemias, aun después de que se identificara una amenaza en China. Creíamos que eran tragedias propias de los países tercermundistas más pobres, que solo conoceríamos por reportajes o documentales de National Geographic o el Discovery Channel.
Palabras como cuarentena, toque de queda, aislamiento social, confinamiento, desescalada, parecían, en unos casos, sacadas del español moribundo o de historias medievales y, en otros, de situaciones relacionadas con catástrofes naturales, guerras o inestabilidad política.
Desde sus realidades holgadas, muchos sobrestimaban la capacidad de sus recursos, que les permitían contar con propiedades y poder de decisión para comprar lo que quisieran, desde joyas, hasta unas vacaciones de ensueño a bordo de un crucero a las islas griegas o en reino mágico de Disney World.
Los de bajos ingresos, se dedicaban a maldecir su suerte, sin percatarse de que menospreciaban tesoros simples y a su alcance, como abrazar a un ser querido, ejercitarse en un parque, reunirse con los amigos, pasear al perro, contemplar atardeceres idílicos en una playa cercana o dar el último adiós a alguien que partía de este mundo.
En resumen, no sospechábamos que éramos felices y no lo sabíamos, que podíamos ejercer nuestro libre albedrío en las relaciones interpersonales, el trabajo, el placer, los estudios, los desplazamientos, las compras y los trámites con los que debemos cumplir como ciudadanos organizados.
Vino el coronavirus y nos quitó todo eso y más, sin distinción; nos despojó del poder para hacerlo a nuestro modo y en nuestro tiempo. Nos recluyó en los hogares, para retomar el para muchos olvidado hábito de compartir con la familia, sujetos a órdenes de autoridades y gobiernos desorientados, porque nadie sabía a ciencia cierta cómo se debía enfrentar a un enemigo invisible, microscópico, desconocido, sin ejércitos ni las armas convencionales.
La economía general y particular se fue a pique. Cierre y quiebra de empresas y sectores completos, como el turismo y el entretenimiento; tasas de desempleo históricas y aplicación del esquema del Estado benefactor para auxiliar a las colapsadas economías familiares.
De pronto, las prioridades cambiaron. Los tapabocas y guantes hoy son prendas imprescindibles. La ropa de entrecasa es la protagonista de la cotidianidad; se han impuesto el teletrabajo, la teleducación y las reuniones “on line”; la televisión, el internet y las redes sociales han ganado aún más terreno y los balcones, por muchos desdeñados, ahora son la ventana al mundo exterior, visto entre rejas, como si se estuviera en una cárcel.
El transporte público y el consultorio médico son zonas vedadas, reservadas estrictamente para lo ineludible y, el supermercado, el eje alrededor del cual gravita el poco hálito de vida bajo la pandemia, porque sin alimento morimos, pero adonde hay que ir disfrazado y prevenido para después, en casa, despojarse de todo lo que se llevaba puesto y lavar cada artículo adquirido.
Y, bajo la presión del empresariado que fuerza una apertura de negocios muy regulada y médicamente no aconsejable, se hacen aprestos sobre la marcha para la llamada “nueva normalidad”, un estilo de vida diferente que es imperativo asumir para sobrevivir en un mundo que ya no será el mismo que conocíamos, convertido en alimento para la nostalgia.
¿Lo lograremos? Responder que sí parece aventurado en estos momentos, cuando las cifras de infectados y muertos siguen siendo alarmantes, mucha gente no entiende o no quiere entender cómo prevenir el contagio y las vacunas están en fase experimental sin fecha precisa para su aplicación y universalización.
Sin embargo, la capacidad de la humanidad para sobreponerse a la adversidad, como lo demuestran tantas hecatombes de diferente naturaleza que recoge la historia, y los arduos esfuerzos científicos que se realizan y que en algún momento habrán de fructificar, permiten vislumbrar una salida, siempre y cuando cada quien cumpla con lo que le corresponde.
La situación nos afecta a todos y la sobrevivencia también es un asunto de todos. Con los gobiernos como organismos rectores, la ciencia ha de seguir trabajando para lograr tratamientos y vacunas, y el sector médico en la atención a la población afectada; las industrias y empresas deben garantizar los suministros sin alterar precios y cada ciudadano, adoptar las medidas de higiene, distanciamiento y protección para evitar contagios. Así de simple.
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